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Reflexiones Bíblicas

Monseñor José Luis Azuaje Ayala 
Obispo de Barinas
1er Vicepresidente de la CEV

V Domingo de Pascua 
Domingo 03-05-2015


Al iniciar esta reflexión es buen comenzar diciendo que nadie diga que se siente tranquilo porque tiene fe en Dios, porque se comunica con él cuando siente cualquier necesidad y con eso se cree satisfecho. Eso sucede porque entiende el ser cristiano como una decisión personal y la fe como una relación individual con Dios. 

La palabra de Jesús corrige todas estas desviaciones y nos presenta la fe en Cristo como una adhesión a un cuerpo, pertenencia a una comunidad a una comunidad que se unen en todos sus miembros a Cristo como condición indispensable para tener vida "Yo soy la vid y vosotros soy los sarmientos, el que permanece en mi y yo en él, éste da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada".

Se trata de una parábola que usa la imagen de la "vid" o la mata de uvas, imagen que era muy bien conocida  por los judíos pues los profetas la usaron para representar al pueblo elegido de Dios. Así el profeta Oseas (9,10), refiriéndose al pueblo, dice "Como uvas en el desierto encontré a Israel". Tanto la vid (que da agrazones en lugar de uvas) como la higuera (que solo dió hojas, sin frutos) son presentados como figura del pueblo judío y de sus gobernantes, que fueron desleales a Dios.

Debe quedar claro que no fue voluntad de Dios salvar a  los hombres aisladamente sino como pueblo, de ta modo que es solo mediante la unión a ese cuerpo como puede conseguirse la salvación. Fue voluntad de Cristo fundar una Iglesia cuyo primer nombre, en la primera Iglesia de Jerusalén, fue el de "Comunidad". Comúnmente se habla de comunidad de los discípulos y se hace constante referencia a la unidad entre todos los miembros de la comunidad. "Todos tenían un solo corazón  y un solo sentir". El amor mutuo entre todos como respuesta al mandato de Cristo es la principal fuerza impulsora del evangelio. Eso corresponde a la recomendación  de 1  Juan 3:18-24 "Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mando".

Otra exigencia que encontramos en esta parábola de Jesús es la de la eficiencia, o en otras palabras la necesidad de dar fruto y esa capacidad de dar fruto nos proviene sólo de nuestra unión con Cristo, quien afirma: "sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiraran fuera, como el sarmiento y se seca; luego los recoge y es echado al fuego, y arden". Los apóstoles conocían el caso de la higuera estéril que sólo producía hojas y no frutos y recibió una maldición de Jesús y se secó; los apóstoles se esmeraron en dar frutos conforme al mandato de cristo y por sus predicación y su testimonio como lo afirma el libros de los Hechos "La iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor, y se multiplicaba, animada por el Espíritu Santo" (Hech 9: 26-31).

El amor crea la unión fraterna y de esta nace la solidaridad entre todos los miembros de la comunidad cristiana, esa comunión y solidaridad era la fuente de la vitalidad evangelizadora de la comunidad y es la razón del impacto que ejercía en todos los que entraban en comunicación con los cristianos.

Ese es el misterio oculto, el mensaje que encontramos en la parábola de la "vid y los sarmientos" y que los primeros cristianos aprendieron y vivieron como testimonio de una nueva sociedad o de una nueva manera de vivir; hay una clara consciencia de la misión de la comunidad; una comunidad abierta y misionera y no un grupo cerrado, sino una familia en expansión donde cada quien tiene una misión que cumplir y consciente que si permanece "unidad a la vid dará muchos frutos" porque el "sarmiento no tiene vida propia y, por tanto, no puede dar fruto de por si solo".    






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Reflexiones Bíblicas

Monseñor José Luis Azuaje Ayala 
Obispo de Barinas
1er Vicepresidente de la CEV

Foto: Sandra Bracho


Todos estos domingos, llamados de la Pascua de resurrección, como toda la vida de los discípulos de Jesús  está centrada en el acontecimiento pascual de Cristo y se nos hablará de su Resurrección. la muerte de Cristo fue un acontecimiento traumático para los apóstoles, con la muerte de Cristo se derrumba su fe. si Cristo es Dios, ¿cómo es que se dejó matar si ofrecer ninguna resistencia?. Si fue traumática la muerte, más sorprende y nunca esperada fue su Resurrección. 

Este Tiempo Pospascual, con los acontecimientos ocurridos y relatados por los Evangelios nos muestra cual fue el camino escogido por Jesús Resucitado para retornar a sus apóstoles a la fe. La fe en Cristo no es algo que dependa de una decisión personal, ni de la fe en la palabra de los que afirmen que Cristo está vivo: Hay un camino que recorrer y Jesús hizo que sus apóstoles recorrieran ese camino. La fe será fruto de encuentros personales con Cristo: de escucha, de verlos con sus ojos, de palparlos con sus manos, y reconocer indubitablemente que Jesús está vivo, que la muerte o había podido retenerlo en el sepulcro. Solo así podemos creer que se cumplía todo cuanto había sido escrito, pero que ellos no les habían entendido hasta ese momento. 

 Consecuencia de la condena a muerte, los Apóstoles se encierran, y temerosos comentan los sucesos de  los últimos días. El mismo día de la resurrección de Jesús se encuentra con ellos estando cerradas las puertas y los saluda: "la paz esté con ustedes". Luego sopla sobre ellos y les dice: "reciban el Espíritu Santo". Solo Tomas no está con ellos ese día. Luego se aparece a dos discípulos que iban camino a Emaús u se les reveló en la fracción del pan. Ellos sienten como su corazón  les ardía cuando les explicaba las escrituras demostrándoles que debía cumplirse  todo lo escrito desde Moisés y los  profetas. Regresan de toda prisa a Jerusalén y encuentran a los apóstoles reunidos comentando que se les había aparecido a Pedro.

De pronto se les  presenta el Señor y les repite " La paz esté con ustedes." Los discípulos,  a pesar de ver a Jesús, no terminaban de creer. Jesús deberá seguir repitiendo esos encuentros personales, hasta llevarlos a la plena confesión y reconocimiento que Él es el Señor, victorioso de la muerte y Señor de  la Vida y todo lo que sucedió era para que se cumpliera la voluntad del Padre de que así tenía que suceder.

Después de resucitado Jesús continuará durante 40 días con sus discípulos un proceso pedagógico y formativo. Camino que tal como o vivieron los apóstoles deberán vivirlo todos los que en el futuro habrían de creer en él. Esa fue y deberá ser siempre, será la función de la comunidad cristiana, acompañar a los bautizados en ese camino pedagógico de encuentros con Cristo, de escucha y de comer a la mesa con Cristo. 

Es importante observar la vida y el testimonio de los apóstoles después de vivir la experiencia del resucitado. En el libro de los hechos encontramos el testimonio de fe de Pedro ante el pueblo judío. Pedro dijo al pueblo: "El Dios de Abrahán de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, rechazasteis al santo, a justo, y pedisteis el indulto de un asesino, matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos." (Hechos 3: 13-15. 17-19), en su discurso llama a la conversión y tranquiliza a sus oyentes excusándolos de su ignorancia, pero invitándolos a creer en Cristo Resucitado. De la fe en Cristo resucitado  y de la aceptación de sus mandamientos depende nuestra salvación. Esa será también la predicación de San Juan: Quien dice "Yo lo conozco, pero no guarda su mandamientos, es un mentiroso, pero quien guarda su palabra ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a plenitud". (1 Juan 2: 1-5). Esa es la vocación a que está llamado todo cristiano: vivir una santidad; pro como predica San Pedro, las infidelidades son muchas veces fruto de la ignorancia y por tanto no implica un rechazo o condena por parte de Dios, pues murió y resucitó para perdón de nuestros pecados.

Nuestros pecados e infidelidades son más bien motivo para que se manifieste el amor y la misericordia infinita de Cristo, son una llamada a la esperanza en la misericordia y llamada a mantener una aptitud sincera conversión, pues, Cristo ha resucitado para nuestra salvación y para acompañarnos todos los días, hasta el día de su regreso.          

                                         








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Homilía de Monseñor José Luis Azuaje Ayala 
Obispo de Barinas 

foto: Juan Cedeño

 Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo Jesús.

Nuevamente nos reunimos para celebrar desde la sacramentalidad de la Iglesia, la vida de Jesucristo, sacerdote y Pastor. La Iglesia es sacramento de comunión, de unidad del género humano, y lo es para representar lo esencial de Dios: Comunión trinitaria, unidad en el amor. Este fundamento debe estar presente en todo aquello que haya sido el “genial invento” de Jesús: Su Iglesia, pero como comunión.

Nuestro Dios es Uno y Trino. Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo es el objeto de nuestra fe. No tres dioses, sino un Dios en tres personas. Pero, qué las une. Lo que Jesús nos vino a traer: el amor. Pero el amor sembrado por el Espíritu como poder transformador de Dios. Todo engrana en la Trinidad Santísima. Si Dios Padre envía a su Hijo a nuestra realidad humana, a meterse en nuestra historia y cultura, no fue para ver como andaban las cosas por acá abajo y después dar un reporte, no, sino para transformar, recrear, hacer nuevas todas las cosas, pero bajo el fundamento del amor en la comunión.

El Papa Francisco nos enseña que la comunión en la Iglesia no es “el cumplimiento rigoroso de un itinerario fraguado por una organización y que rápidamente queda obsoleto en un mundo que cambia vertiginosamente. Ni es la uniformidad que puede pretender esa estructura, sin desmerecer el valor de las orientaciones comunes. Ni es el centralismo de la gestión pastoral, que ubica al ordenado como “el lugar” de la comunión. Sino que es la común misión que brota de la unidad entrañable con el Señor, que se verifica en los lugares de encuentro con Cristo: la fe recibida de la Iglesia, la Eucaristía, los otros sacramentos, la Sagrada Escritura; todos tendientes al “corazón del Evangelio” (EG 130). Por eso, el acto sacramental de la bendición de los óleos que hacemos hoy, tiene sentido en el marco de la responsabilidad de la Iglesia en la unidad de todo el género humano.

La comunión nos interpela a vivir el amor, la misericordia, la ternura de Dios para vencer el mal. El llamado es apremiante ante una realidad de violencia e injusticia, no solamente al externo de nuestra patria, sino al interno de la misma; es más, al interno de nosotros mismos que no queremos ceder al amor de Dios. Una de las cosas que podemos constatar actualmente es que el demonio, el mal no descansa, y hace su trabajo en nosotros: cuanta rencilla, cuanta envidia, cuanto odio por diversas circunstancias encontramos hoy en personas e instituciones. Pero no se quiere ceder, no se tiene la capacidad de mirar la Cruz redentora y saber que allí murió un justo por todos, por ti, por mí, por nosotros. Nos endiosamos tanto que pensamos que los otros no valen, no tienen dignidad, no tienen derecho a tener su amistad. A lo mejor tenemos muchas leyes o normativas, pero nada se logra si hay resistencia en el corazón y, por eso, poco a poco se nos va quitando la fuerza para amar, perdonar y pedir perdón, reconocer al otro en su debilidad, así como en sus grandezas. Cuánta falta hace hoy día una conversión pastoral que tiene que ver con nuestras actitudes, decisiones, psique, valores.

El Papa está gritando que necesitamos transformarnos y transformar La Iglesia, hacia una Iglesia en salida, poniéndose “en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo” (EG 97); una Iglesia que no sea ella referencial, que no sea narcisista, que no se ponga al servicio de ella misma, sino de la humanidad, particularmente de los pobres; que sepa que es sostenida desde fuera por el Dios de la vida, que manifieste el amor que recibe y el perdón que experimenta.

Tú también eres Iglesia, cada uno de los bautizados somos iglesia, la familia es Iglesia, las comunidades eclesiales de base son Iglesia, nuestra Diócesis y parroquias son Iglesia, nuestros apostolados y pastorales son Iglesia; hermanos qué fuerza transformadora tenemos en nuestras manos, no somos autoreferenciales ni narcisistas, no pulimos la Iglesia como pulimos nuestro calzado, lo que importa es que nos calce, porque es preferible “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49). 

La Iglesia en salida es “una Iglesia con las puertas abiertas” (EG 46), “la casa abierta del Padre” (EG 47); y si las puertas están abiertas, no es sólo para que la gente entre, sino para que salga hacia los demás, salga a las periferias humanas, con el rumbo que dé El Espíritu Santo dentro de una forma comunitaria; y no se trata de correr, sino de  tantas veces detener el paso, “dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino” (EG 46). No se trata de buscar a toda costa la efectividad en las acciones, sino tener confianza y esperanza en el dueño de la mies.      

Jesús nos enseña en la Iglesia que la mejor forma de darlo a conocer es vivir y transmitir la alegría, pero una alegría evangelizadora. Se evangeliza con alegría y se da a conocer la alegría que produce el Evangelio de Jesucristo. El contenido es el mismo perennemente: la Persona de Jesús, su vida, su obra. El dar y recibir el Evangelio es un acto de suma alegría y gozo, pero también una responsabilidad que comporta un nuevo estilo evangelizador en la comunión. Quien crea que es evangelizador porque cumple unas acciones, pero vive dividido internamente al tener rencillas y generar divisiones, está sembrando su propia muerte espiritual.  

El Papa Francisco nos enseña que "la verdadera alegría no viene de las cosas, del tener, ¡no! Nace del encuentro, de la relación con los demás, nace de sentirse aceptado, comprendido, amado, y de aceptar, comprender y amar; y esto no por el interés de un momento, sino porque el otro, la otra, es una persona. La alegría nace de la gratuidad de un encuentro" (6-7-2013). Por eso, la alegría cristiana tiene que venir del encuentro con Jesucristo, un encuentro que no es casual, sino vocacional: estoy llamado al encuentro, participo de él con plenitud. Este encuentro con Jesús me impulsa al encuentro con los hermanos, con su realidad, con sus proyectos, sus problemas y esperanzas. La fuerza del encuentro viene de Jesús, de su amor, de su misericordia. 

Ahora bien, la alegría tiene un punto fundamental: atender a los pobres. No se trata de juntar voluntades, sino de abrir campo a la corresponsabilidad solidaria en medio de una interacción donde los pobres dejen de ser simples espectadores u objetos de las acciones de otros para pasar a ser “sujetos de su propia historia”, desde sus historias de vida que llevan en sí la fuerza de la Cruz de Cristo, siendo conscientes que “estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos” (EG 198).  Hoy que renovamos nuestras promesas sacerdotales, debemos renovar nuestra opción por los pobres; “esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano (cf. Hb 2,11-12)”. (DA 392); “de nuestra fe en Cristo brota también la solidaridad como actitud permanente de encuentro, hermandad y servicio”. (DA 394).

Muy queridos sacerdotes. Hoy también dentro del ámbito de los signos, nosotros como sacerdotes renovaremos nuestras promesas sacerdotales. La Iglesia en la Liturgia ha querido recordar que la eternidad de una decisión es progresiva y tiene sus cauces en la misma liturgia que nosotros presidimos. Esto para que aprendamos en la humildad, que no somos dueños del tesoro que llevamos en vasijas de barro, sino que nuestra elección tiene sentido sólo para vivir con la comunidad el amor a Dios. El llamado a la vida sacerdotal, la elección para un ministerio determinado, es convocación; es decir, no está referida a la persona sino al pueblo. El sacerdote ha sido llamado para servir al pueblo, no servirse del pueblo. La convocación tiene una referencia permanente a la misión. Somos del pueblo y para el pueblo.
           
La elección a la vida sacerdotal no es un privilegio, es una responsabilidad. Como tantas veces lo he dicho, Dios no nos debe nada para que nos haya elegido. Es por puro amor al pueblo. En esto revalorizamos la alegría de nuestro ministerio, de nuestra vida sacerdotal. Consciente somos de nuestras debilidades y de nuestras dificultades tantas veces para hacer presente la vida de Dios en las comunidades, pero también consciente somos que es él el que actúa por medio de nuestras débiles capacidades. Esto no le quita fuerza a la Gracia; por el contrario, valoriza mucho más su presencia al saber que ha querido configurar un pueblo de humanos-hermanos y no un pueblo de ángeles; un pueblo de vicisitudes enrumbado a la perfección del amor, y no un pueblo corroído en certezas insensibles a la vida.

Queridos hermanos sacerdotes. Como Obispo Diocesano y en nombre de este pueblo de Dios que peregrina en esta Iglesia Particular, valoro y agradezco de corazón la vida de cada uno de Ustedes, sacerdotes del Señor, por su  fidelidad, entrega y modelaje; que no solo es causa de santificación para ustedes, sino también del pueblo de Dios que peregrina en sus comunidades parroquiales. Sin ustedes la obra de Dios en el pueblo sería difícil. Soy consciente de las precariedades y angustias que tantas veces viven como sacerdotes, sus desvelos, sus anhelos, sus esperanzas, igualmente las debilidades y errores que se cometen. Ojalá las comunidades todas trascendieran y pudiesen mirar más allá de una figura corporal, para que supieran y conocieran realmente el corazón de un sacerdote: todo para Dios en los hermanos, a través de la Iglesia. Errores, sí los hay, pero también virtudes como animadores de la santidad en el pueblo de Dios. Por eso, cada uno de ustedes son un don para la comunidad, porque han sido ungidos por el Espíritu para vivir el amor de Dios en relación con el pueblo encomendado.

Querida comunidad, delante de ustedes están sus sacerdotes. Unos jóvenes, otros con signos de cansancio por el trajinar de años en el ministerio, siguiendo las enseñanzas de Pablo: “Gastarse y desgastarse” por Cristo. Todos con ánimo agradecido a Dios por el servicio a cada comunidad. Ámenlos, cuídenlos, valórenlos como Sacerdotes del Señor y hermanos de ustedes. Sepan perdonarlos también. Sus desvelos son por ustedes, para que el reino de Dios se haga presente y se dé la realidad del amor pleno, de la vida plena en cada uno de sus hogares. Discípulos misioneros queremos ser y sólo llegaremos a la plenitud viviendo con alegría el amor de Dios en la hermandad. Y culmino diciéndoles a ustedes mis queridos sacerdotes como Pablo a los efesios y a los filipenses: “les llevo en el corazón” (Ef 1,7) y “Dios es testigo de cuanto los amo en las entrañas de Cristo Jesús” (Flp 1,8). Amén.

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